La noche devoró su figura como el río desbordado borra las orillas, arrasa los nombres que algunos escribieron y deja la arena limpia para que otros vuelvan a grabarla.
…nuestras son las horas de los que pierden el tiempo, nuestras las complacencias y los desmanes, nuestra la carne que no nos alimenta, nuestras las súplicas de todos los demás, nuestras las penas llenas de gozo...
La noche se parecía a cualquier noche. Ella también se parecía a cualquiera. Caminó rápido, como se debe caminar a esas horas por Ejido a la altura del 21. ¿Para qué decir que sus pasos retumbaban en la vereda? Sentía sed, producto del pánico tal vez, no del cansancio. Por ser la primera vez había soportado bastante bien. Ahora entendía y le sonaba lejano eso del amor al arte. Las que lo hacen por amor al arte de seguro no cobran. Todavía le sonaban en la cabeza fragmentos de las palabras que, frente a ellas, había recitado como un rezo toda la noche la patrona.
…somos el descanso del héroe y del que perdió la batalla. Somos la sal del mundo y su pimienta. Somos las madres de los que no tienen madre. El refugio cálido del perseguido y la ventaja que da el perseguidor…
Todo esto lo decía desde un sillón grasoso y agujereado a no dar más. Con una libreta en su mano izquierda en la cual anotaba cuál estaba ocupada y cuál no en la gran casa. Se sonrió al recodar lo que le habían contado las otras, sus compañeras. Quién iba a creer que la patrona, esa, alguna vez había sido poeta. Es cierto que las poetas dicen cosas extrañas pero esta deliraba, las poetas están para otra cosa, esta contaba muy bien la plata.
Tropezó con dos borrachos a quienes no despertarían ni su queja ni el sol del mediodía. Un ómnibus pasó veloz por su lado y se detuvo para que alguien bajara. Corrió hasta la parada y alcanzó a subir cuando aquel comenzaba a marchar. El chofer parecía una estatua en su puesto, el guarda, mientras le cobraba, achicó los ojos, apretó los labios y, de seguro, fantaseó con que el coche estuviese vacío y en un lugar oscuro. Ella se sentó muy atrás y evitó su mirada. Estaba con sed y el gusto del látex se le pegaba al paladar y al recuerdo. Era la primera vez, le dijeron, ya se iría acostumbrando. Buscó a través de la ventana, entre los edificios, la luna, esa cómplice muda, y pensó en todo lo que alguna vez había soñado para sí y había tenido que abandonar por culpa de… sería una mala madre si lo dijera…
…Somos la caída del hombre. Con nosotras acaba su poder. Sabemos del hombre exhausto, del hombre que entregaría con alegría su garganta al filo de un puñal en el momento del goce supremo. Somos en silencio lo que otras gritan. Somos las que oprimimos estando abajo. Somos el pueblo, el nacimiento y la muerte de la civilización…
Se bajó una parada antes. Necesitaba olvidar y verse a sí misma llegando a su casa, a eso que podía llamar casa. Pensó que lo que traía hoy en la cartera le aliviaría a ella la conciencia y a sus hijos el hambre. Pensó que debía sentirse bien, que debía dormir junto a ellos y descansar. Encendió el último cigarrillo de la noche. Le quedó trancado en el pecho un humo enceguecedor. Había fumado un paquete y medio en diez horas, ella, que nunca pasaba de los dos o tres por día. Lo tiró sin lástima luego de la segunda pitada.
…Tenemos el poder de estar sobre cualquiera, el obrero, el patrón, el intendente y el de más arriba. Tenemos el pueblo entre las piernas y nunca nadie quiso deshacerse de nosotras. Gobernamos desde un tugurio rosicler y cuando gobernamos hacemos lo que se tiene que hacer, satisfacer al hombre y darle un respiro a su mujer.
Un segundo ante su puerta le bastó para recordar las únicas palabras de la patrona que le parecieron coherentes. Las palabras con las que la había despedido, mirando hacia abajo sin soltarle las manos, después de darle el porcentaje de esa noche.
Quien perdona es digno, cura, emprende un nuevo viaje. Quien perdona alivia, compensa, abre puertas, crea. Quien perdona vive y comprende. Es cierto que perdonar es divino, sobre todo cuando los perdonados somos nosotros mismos.
Abrió la puerta entonces con más satisfacción que aquel que llega todos los días con el pan debajo del brazo. Tanteó el silencio y llamó en voz baja. No hubo respuesta. Revisó el cuarto que compartía con sus hijos y no encontró a ninguno. Ya desesperada revisó el poco resto de casa que quedaba por repasar. Sobre la mesa una nota, que había pasado por alto, con una conocida letra desprolija y apurada, le avisaba: “Martin esta internado. La Johanita en casa”
Juan Carlos Albarado
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