La noche es merecedora de la más cálida
de las ovaciones,
puesto que si no hubiese sido
por sus disimulados auspicios,
cuánto me hubiera costado acariciar con holgura
tus sedosas manos, tan seductoras.
Pinceles tiernos y venturosos
que habrán de evocar por siempre
en mi dichosa mente
el trazo gentil
de tu configuración amada.
Con qué apacible persuasión,
con qué deleite,
de la cabellera undosa
yo aspiraba
en medio de la natural penumbra
tu perfume tierno de nardos frescos;
y cómo a la vez presentía
el rubor purpúreo
de tus mejillas rúbeas
y la ansiedad ingenua
de aquellos ojos
que me miraban desde más allá
de los propios sentidos.
Lo sombrío de su nocturnidad
me permitió sentir la tersa frescura
de tus labios de felpa,
cuyo primigenio roce
todavía tiembla, galante,
en nuestras caras reminiscencias.
¡Ah, cuántas veces la noche encubrió
el implorante susurro,
cuando el recuerdo lejano
de aquel intenso romance
volvió a estremecer, convulso,
el dolorido pecho!
Mas, ¿por qué vuelve a esta hora
a palpitar
la restañada herida
y por qué es aún profundo y melancólico
el suspiro que suscita?
¿Por qué habría de tornar en esta noche
si ya son tantas las noches
de la ausencia?
Los noctámbulos se embriagan
de silencio, de sombras y de frío.
Los apagados murmullos del viento,
cuando gimen,
hacen temblar sus desveladas pupilas
y una furtiva lágrima
se les desprende del alma
sin razón aparente.
¡Oh la más discreta de las encubridoras
es la noche!
¡Quién lo ignora!
Mas, como el amante que desfallece
por el ansiado fulgor de una mirada
que no asoma,
así se abate el alma triste
de los errabundos
en la nocturna soledad de sus saudades.
¡Oh, ayúdeme la noche a contemplar,
tras el vuelo de mi sueño atormentado,
la dulce placidez de aquel rostro bien amado,
aunque vuelva de nuevo a sumergirse
en las densas tinieblas
del olvido!
César Ortega
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