Tras los últimos suspiros de la tarde,
cuando el sol aún derrama
sus auríferos fulgores,
yo detengo mis pasos en la senda
para ver cómo el manto espeso cae
sobre el gualdo de la hoguera
agonizante.
Ya las sombras empiezan a sorber pausadamente
la abrumada claridad desfalleciente,
al tiempo que la oscura cabellera de la noche
se agazapa silenciosa
entre crespones enlutados.
Mi alma se adormece en comunión
con el ocaso.
Y estoy acá presente, anonadado,
presenciando el vespertino devaneo
de este día que se va diciendo adiós
con sus pañuelos
fulgurantes.
El crepúsculo se enciende en oro y sangre,
y quizá en algún rincón
de mi esperanza
languidecen mis menguadas ilusiones;
sin embargo,
para esta jornada que expira
no hay vuelta de hoja.
Y aunque su lámpara se apague inexorable,
nos quedamos a la espera de un mañana
promisorio.
César Ortega
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