Por William Zapata M.
La primera vez que vine a Estados Unidos quedé encantado con los autos. Tan último modelo, tan de diversas marcas; tan raros para mí, (acostumbrado a ver sólo Renault y Simcas)… en fin… tan educados y tan bien manejados. Luego, esa fascinación se deshizo y se volvió mancha como los chicles que escupen los transeúntes sobre las aceras de New York. Con el paso del tiempo, me di cuenta que esa calma y ese orden; ese frenar pausado y ese darle siempre la vía al peatón; ese nunca pararse en las cebras de los semáforos, y ese casi nunca pitar, no eran cortesía ni parsimonia, ni mucho menos decencia, sino más bien miedo. Miedo a la policía uniformada y a la policía de civil. Miedo a todas esas cámaras que vigilan el país. Al control endemoniado de los gringos. Punto. Así de sencillo. En resumidas cuentas, miedo siempre a que algo fuera a romperse si uno se movía demasiado y que una mano fuera a agarrarte de la camisa para sacarte a patadas de tu lugar.
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