José Saramago
Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase: los obsequios que le ofrecían a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara.
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